Ya sabes que ese es uno de mis poemas favoritos… y viene mucho al caso ahora que el inicio de año nos inspira a tirar tiliches.
Todos nos aferramos a las cosas, no te hagas. Por ahí hay algo que estás guardando, que no has usado en años y que sabes que no vas a usar, pero que de todos modos no puedes tirar.
Aquí te comparto mi colaboración para el programa Acentos de Radio Universidad de Guadalajara.
Hay poca diferencia entre lo que llamas “yo” y lo que consideras “mío”, dijo hace mucho William James, uno de los precursores de la psicología.
Sartre dice que aprendemos lo que somos al observar lo que tenemos.
Estas dos citas tan intelectuales las saqué de un libro que cayó en mis manos, gracias a que de pronto me interesé en cómo deshacerme de tiliches sin sufrir demasiado. Es un libro que se llama Stuff, de Randy O Frost, quien se ha vuelto un experto en el trastorno que sufren los acumuladores, que puede ser una extensión del trastorno obsesivo compulsivo.
Frost cuenta que un día le preguntó a sus alumnos:
¿Qué cosa atesoran con mucho interés?
Una de sus alumnas confesó que tiene guardada una camisa que supuestamente usó Jerry Seinfeld.
¿De qué le sirve esa camisa si no puede ponérsela? ¿Qué valor especial puede tener la camisa si ya hasta pasó por la lavandería y la tintorería? ¿Y si no supieras que esa camisa la usó Seinfeld? No, no tendría valor.
Hay un pensamiento mágico que le da valor a las cosas. Parece que los objetos se contagian de las vibras de la persona que las usó. Es una creencia muy antigua, que sirve para que alguien arranque un pedacito de tu camisa, arme un muñeco vudú y te haga sentir alfileres en las orejas.
Qué difícil es deshacerse de algunas cosas. Ya quedamos que nuestras pertenencias nos definen.
También está esta teoría de los psicólogos de que hay objetos de transición.
Ya sabes, cuando los niños agarran una cobija o un muñeco de peluche y se las llevan al kínder como una manera de sentirse cerca de su mamá. Esos objetos de transición pueden seguirte toda tu vida adulta. O también puedes inventarte otros de esos objetos, por ejemplo, aferrarte a la primera edición de Cien años de soledad que cayó en tus manos, porque te recuerda el momento en que la leíste por primera vez.
Porque has leído Cien años de soledad más de una vez, ¿verdad?
Para mí, ese momento fue en un viaje en auto de Guadalajara a Ciudad Júarez. Yo, adolescente instalado en el asiento trasero. Por las ventanas del carro pasaba la hermosa barranca de Huentitán, luego Zacatecas, Torreón, Delicias, Chihuahua, y lo único que importaba eran Macondo y las diferentes visitas de Melquiades, cada vez con una novedad. Y unos pececitos de metal y un montón de hermanos Buendía.
“El arte de perder no es difícil de dominar”, dice Elizabeth Bishop, “tantas cosas parecen estar llenas de ganas de estar perdidas, que perderlas no es un desastre.”
Estoy seguro que ya habíamos hablado de este poema, pero es algo que no quiero dejar de recordar.
“Pierde algo cada día, acepta la confusión de las llaves perdidas, las horas malgastadas. El arte de perder no es difícil de dominar”, sigue el poema de Elizabeth Bishop.
Entonces viene la sentencia de lo que nos va a pasar a muchos de nosotros, que además de cosas vamos a empezar a perder lugares, nombres, el sitio a donde se supone que íbamos a viajar.
No puedes creer que haya que tirar una caja entera de cables que alguna vez sirvieron para conectar los 10 modelos diferentes de celulares que han pasado por tus manos.
Menos puedes creer que tengas que perder esa copia de Cien años de soledad, o que ya no te acuerdes de los nombres de tus admiradas compañeras de prepa.
¿Cuántas cosas puedes perder en una tempestad? Próspero, el de la Tempestad de William Shakespeare, le hace entender a su hermano que puede perder mucho. Los hermanos de El jardín de los cerezos aprenden a perder su herencia de la manera más dura.
Todos los viejos somos un poco el Rey Lear, dijo Julio Torri. Al Rey Lear, otro de mis personajes favoritos, se le ocurrió regalar su reino a sus tres hijas antes de morir y tienes que leerlo para saber cómo la ambición nos puede transformar en monstruos. Aunque al final Shakespeare dice que eso no se repetirá nunca, nunca, nunca, todos sabemos que es una ironía.
Ay, el arte de perder.
Claro que si te das menos al drama, si te deshaces de algunas cosas, vas a disfrutar mucho el espacio que dejan. Eso lo ilustra la poeta estadounidense Maggie Smith, que tiene el mismo nombre que la actriz británica.
Dice que cuando se divorció se acordó de algo que decía su hija. Cuando se cae un árbol, o alguien lo poda, el cielo se asoma y dice “por fin” y se apropia de todo el espacio que no podía tener entre las ramas. Y el azul y la luz te invaden.
¿Te has fijado que en algunas colonias, en un garaje tras otro hay estacionados coches viejos? Es una señal de que la colonia se está quedando solo con viejos, me refiero a adultos mayores, que ya no pueden o no deben manejar. Por esta idea de aferrarnos a las cosas, los coches se quedan en la cochera, se llenan de polvo y hay que pagar tenencias, seguros y baterías, en lugar de tener espacio para unas macetitas.
Sí, deshacernos de tiliches nos puede abrir espacios, dejar que veamos un cielo que no habíamos visto antes. Pero primero hay que animarnos a aprender el arte de perder, por más que a veces parezca, atrévete a decirlo, un desastre.
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