Si ya te arrepentiste de ser tan Godínez
Lecturas para cuando te das cuenta de que la vida es más que la gomichela y el yogur al 2x1 de los jueves.
Caes enfermo en tu cama y ya temes por tu vida. Le haces como en las películas y te pones a repasar las estampas de tu existencia. Recuerdas cómo esperabas los jueves del 2 x 1 en el yogur y le seguías con el juevebes y vebiernes acompañado de dominó y borracheras en la casa de los amigos, a veces hasta el amanecer. Todos los rituales del Godínez, que la inexistente Conapred me perdone por decirle así, a los que entraste para no enfrentar tu verdadera vida.
Qué divertido ir a gastar las quincenas en los ruidosos restaurantes de Río Lerma, en la Cuauhtémoc, y olvidarte de los conflictos con los papás, los hermanos o la esposa. Pandillas de refugiados que ahogan las obligaciones y las satisfacciones reales en rutinas y placeres a meses sin intereses.
Bueno, algo así le pasa a un personaje de Leon Tolstoi, Iván Ilich, que a sus 45 años se enferma y se pone a repasar su vida, o la vida que no vivió, por estar metido en su trabajo sin corazón, en sus partidas de cartas con los amigotes y en las ocasionales fiestas.
Ya sabes que al Tolstoi ese no le gustaba mucho que nos metiéramos en placeres vanos y anduviéramos dando tumbos por ahí. Nada más ponte a ver cómo le fue a la pobre Ana Karenina, a la que se le ocurrió enamorarse y descubrir su romance enfrente de todo Moscú. ¿Te acuerdas de esa escena en la que llora por el caballo de Wronski? Si no, corre a leerla o cuando menos a ver las muchas versiones para el cine.
Iván Ilich se recrimina por no haber vivido más cerca de su familia, por haber escapado de las tareas cotidianas del matrimonio y la paternidad. Si tú de repente crees que se te está yendo la vida en diversiones sin sentido, te vas a quedar desolado cuando leas La muerte de Iván Ilich.
Los compañeros de trabajo de Iván Ilich ven su muerte como una interrupción: tendrán que aplazar su juego de cartas de esa tarde. La muerte de su colega también es una oportunidad: ¿quién se quedará con su puesto? Para la familia, de la que se había distanciado, tenerlo en casa, convalesciente, era también una carga demasiado pesada.
Y lo peor es que Iván se daba cuenta de eso. Lo que más le atormentaba, dice Tolstoi, era ver que “todo en el mundo seguía el mismo curso que antes”, mientras él sufría insoportables dolores en la cama.
Cuando se queda solo, siente que, con su dolor y su enfermedad, “envenena la vida de los demás” que, salvo algunas excepciones, consideran que la mejor solución es que le llegue pronto la muerte.
Los funerales de Iván Ilich en ningún caso son motivo suficiente para alterar el orden del día, es decir, nada conseguirá impedir que esta misma tarde oigamos cómo cruje el envoltorio de un mazo de cartas al abrirse, mientras un criado dispone cuatro velas nuevas; en general, no hay motivo para suponer que este incidente se vaya a interponer en nuestro propósito de pasar la velada de un modo agradable”
Híjole, ese Tolstoi de verdad que era estricto con sus personajes. El Iván Ilich recuerda un poco a Ebenezer Scrooge, al que vemos o releemos siempre en Navidad. Ese pobre tacaño que se queda solo en Nochebuena, enfrentando los fantasmas de su pasado, presente y futuro. Por lo menos el personaje de Dickens tiene una nueva oportunidad de rescatar su vida. Ivan Ilich no tanto.
Y aquí entramos nosotros, los Godínez concentrados en las gomichelas de los jueves, en repetir los mismos chistes y en quedarnos tarde en la oficina porque no queremos ir a ver “malas caras”, poner pañales o acercar andaderas. ¿Tendremos nosotros otra oportunidad?
Muchas gracias a Gaby Pérez Islas que, como buena tanatóloga me recomendó el libro de La muerte de Iván Ilich.
“De la vida familiar solo exigía las satisfacciones que podía ofrecerle —una mesa puesta, un ama de casa, un lecho—… Si se topaba con resistencias y malas caras, se refugiaba inmediatamente en el mundo del trabajo, que había protegido y preservado de los demás”.