Puedes perder tu herencia y no te has dado cuenta
Lo que Chejov te enseña para que no eches a perder lo que tienes.
Alguna vez te ha pasado, que tienes que esperar a los del internet, el agua o la luz, porque alguien debe estar en casa y no te dicen a qué hora van a pasar. Seguro les dijiste: “¿Se supone que no debo ir a trabajar en todo el día o qué?”, para lo cual las operadoras todavía no tienen una respuesta preparada, o a la mejor su respuesta preparada es el silencio durante 30 segundos.
Total que ahí me tienes haciendo un berrinche porque los del agua no han pasado y ya van a dar las doce del día. Aquí en Guadalajara, el servicio de agua se llama Siapa, con ese amor que tienen las ciudades por ponerle nombres supuestamente ingeniosos a sus oficinas. Antes el sistema de transporte se llamaba Sistecozome, complicada palabra que ya quedó en desuso. En fin, estamos en el berrinche y que ya son las doce. Garabateo un letrero:
“Señores del Siapa, regreso en 10 minutos voy a la esquina”.
Y corro a la tiendita donde venden un manjar que solo los tapatíos conocemos y que nos da flojera compartir con los foráneos porque no lo van a entender: El lonche de tiendita. A la primera mordida estalla la sabia combinación del bolillo fleiman, la crema calidad “la mejor”, el jamón Corona, la cebolla cruda y los chiles en vinagre, elementos que solo los tapatíos entendemos. Cualquier chef sabe que un plato correcto debe tener acidito, sal y textura, o sea un loche de tiendita.
El lonche de tiendita es una herencia que apreciamos los tapatíos, casi todos. Pero los que vivimos en Guadalajara hemos ido renegando de nuestras herencias y abandonado poco a poco una hermosa ciudad para ir a construir otras, de dudoso gusto, más allá del Periférico.

Algo parecido le pasa a todas las ciudades: el centro espanta a la gente que por alguna razón busca pastos más verdes. Los de la Ciudad de México lo entenderán, al ver cómo del centro las mejores colonias se fueron a la Roma, luego a la Condesa, las Lomas, el Pedregal…
Sin darnos cuenta repetimos la historia del Jardín de los cerezos de Anton Chejov. Una familia de burgueses, buenos para gastar, se enfrenta a la repentina muerte del padre, que les dejó de herencia una casa con un jardín de cerezos, además de muchas deudas. Enojados, sin darse cuenta que llegaron ahí por no hacer nada por defender su jardín, tienen que venderlo a un comerciante al que desprecian por poco refinado.
Al principio uno cree que el comprador es el malo: un tipo que quiere tirar el jardín para construir villas vacacionales, y después ya no está tan claro quiénes son los villanos. Los demás jardines se han ido perdiendo para dar paso a lo que parece una Ciudad Bugambilias (una colonia de los suburbios de Guadalajara) a las afueras de Moscú.
Si no te conmueve el final del Jardín de los cerezos es porque no tienes corazón. Ya sabes que soy experto en spoileo, así que ahí te va: la familia por fin vende, tras un dramón en el que cada uno muestra que no se siente responsable porque su mundo se derrumbó. Cuando se oyen los primeros hachazos sobre los cerezos te preguntas, ¿los vendedores no serán los malos?
¿Servirá la lectura del Jardín de los cerezos para que volvamos a pensar en nuestras herencias y consideremos rescatarlas? En lo que respondes, yo pondré aquí una cita de Rumi, que viene más o menos al caso:
La belleza nos rodea pero normalmente necesitamos caminar en un jardín para darnos cuenta. Rumi
Ir a las colonias céntricas por los lonches de tiendita o por la masa para tamales (¿ya fuiste a la que está por Angulo?) o por la birria tal vez nos permita mantener nuestra herencia y dejar de abandonar al centro de Guadalajara. A la mejor sí podríamos olvidar la tradición de esperar dos días a los del Siapa.